- cuello de caracol -
La muchacha había nacido con una deformidad en el rostro que le inutilizaba un ojo, y como consecuencia llevaba un parche con el símbolo de la paz, sufría de humores melancólicos y se daba con facilidad y hastío a los hombres que mostraban gana de ella. Precisamente por su deficiencia visual, había porfiado hasta trabajar en una tienda de fotografía de barrio, revelando carretes y vendiendo álbumes de cartón y marcos de metacrilato.
Doña Serena, por su parte, era un ama de casa casada con un longevo y tenaz Don Claudio. Pese a que la diferencia entre ambos era de doce años, Don Claudio, a sus ciento tres, había sobrevivido a su esposa y la había atendido diligentemente y con lucidez en su prolongada demencia.
- Don Claudio, le ruego que me disculpe por molestarle en su aflicción. Su difunta esposa, que Dios acoja en su gloria, me era una mujer querida, pese a que solo tuve el placer de conocerla durante unos meses, hace unos años.
La Tuerta rumió estas palabras en una docena de ocasiones ante la puerta del viudo, pero siempre le faltó valor para llamar al timbre e importunar el desconsuelo que le suponía. Maldijo su timidez, la misma que la había conducido hasta aquella puerta, y al fin se decantó por una opción más innoble: durante seis noches se dio a rebuscar en la basura de Don Claudio.
Con el corazón arremangado, removió faldas con blusas, rulos con lacas y cremas y guantes. Vio pasar una vida en zapatos y medias. Imaginó en una punzada el alma quebradiza del viejo al deshacerse de aquellas enaguas. Respiró su pesadumbre centenaria al contemplar la ropa de mujer cuidadosamente doblada antes de ser depositada en la basura.
Al fin, su penoso husmeo dio frutos: la Tuerta rescató un álbum de fotos oculto bajo una colección de libros de cocina.
Es difícil describir la conmoción de la muchacha al sostener el objeto que la había atormentado en sus noches de adolescente, arrodillada ahora en un callejón, entre basuras, sucia y afligida. Huyó con su tesoro bajo el abrigo hasta un banco junto a una farola, y allí lo examinó.
Estaban todas, no eran más de un centenar. Las recordaba, una por una, pese a los años transcurridos, porque eran las mismas manos ladronas que ahora tanteaban aquellas fotografías las que en su momento las revelaron a petición de la anciana.
Las fotos de una vieja demenciada, decía su jefe. Lástima de mujer, Doña Serena, decía. Fotos sin significado, desenfocadas, de objetos incomprensibles. Unos pocos carretes, no muchos.
La Tuerta despegó una de las fotografías, borrosa, de una mancha grisácea y de aspecto resbaladizo, demasiado cerca para identificar qué podría ser. La volvió, y sus latidos se desbocaron; allí estaba la escritura temblorosa de la anciana, desvelando por fin su pequeño misterio personal. Decía: "El cuello de un caracol".
Despacio, con avidez dolorosa, la Tuerta fue volviendo una por una todas las fotografías y descifrando la escritura de la anciana.
La axila de un árbol. Cable telefónico. Tierra de un alcorque. La pata de un caballete. Cola de un perro meneándose. Respaldo. Boca de alcantarilla entreabierta. Manga del abrigo de Don Hilario, el librero. Ladrillo mojado. Barrote de la reja de la parroquia de Santa Águeda. Rueda.
La Tuerta repasó las fotos y sus leyendas durante horas, tomándolas con cuidado por el borde, hasta que amaneció. Entonces, con el alma entumecida, volvió a colocarlas en su lugar, una por una, ocultando de nuevo y para siempre los apuntes secretos que solo Doña Serena y ella compartieron.
Volvió sobre sus pasos y depositó el álbum en el montón de libros de donde horas atrás lo había secuestrado. Cuando se alejaba camino de la tienda, cercana ya la hora de abrir, escuchó a su espalda el ruido de un camión y le llegó el olor dulzón de la basura.
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