02 septiembre 2010

- la fragata portuguesa -

La costa volcánica ya era negra, pedregosa y estéril cuando la colada de lava cayó sobre el faro.

La lengua de magma se hendió bífida, cercó la torre y le abrasó el basamento. Calcinó suelos, esperanzas y a los padres y hermanos de Namib, que contaba entonces doce años. La hija del farero no sintió nada, no se aceleró su pulso ni le fugó color del rostro cuando abrió la ventana al despertar y contempló la costa fuliginosa y aún humeante. No tuvo que enterrar a los suyos; la ceniza que los había sepultado se enfrió con la marea alta y los encastró en una tumba de roca volcánica.

En aquella costa muerta, Namib aceptó indolente la desaparición de sus familiares con el mismo desinterés con que había visto fracasar todo intento de vida terrestre: huertos, flores, mascotas y hasta pájaros, todo se ajaba y sucumbía. Hasta donde la vista alcanzaba, como dentro de Namib, solo permanecía un pedregal negro, un mar especular que reflejaba el gris metálico del cielo, y aquel faro tiznado donde refugiarse del viento abrasivo.

En adelante, Namib viviría doce años más en soledad, paseando sobre los guijarros, vigilando el encendido del faro, comiendo pescado y conservas, y leyendo la obra de Linneo en una mala edición ilustrada que encontró. Nunca, en sus doce años de silencio, tuvo Namib un sentimiento, nunca se inmutó o conmovió, nunca experimentó nostalgia ni ánimo.

En las mareas bajas de comienzo de verano, cuando el siroco tardío soplaba desde el mar, observaba a alguna fragata portuguesa varada en la playa de grano negro, con su vela extendida como implorando salvación, y a la tibieza del mediodía la veía deshacerse en agua como una medusa. Con dificultad y extrañeza comprendía, gracias a Linneo, que la fragata portuguesa no era un animal, sino más bien una colonia de hidroides con vida propia que viajaban en comunidad y se repartían las funciones: unos detectaban presas, otros digerían, los mayores defendían mediante urticantes a la colonia, los últimos llenaban la vela de aire y dirigían la navegación.

A veces, con ayuda de los dibujos de Linneo y unas pinzas, Namib desmontaba fríamente una fragata portuguesa: separaba los hidroides y se esforzaba por comprender a aquella pequeña colonia de animales que venían a morir apaciblemente juntos frente a ella.

El mundo de Namib era un faro ceniciento, una costa negra y una persona sola.




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