26 diciembre 2007

- francés -

Recurrentemente, desde los catorce años, Eva Oria soñaba con una mujer que le hablaba en francés, lengua que ignoraba, y que tampoco mostraba signos de comprender sus palabras castellanas. En el sueño, mujer y adolescente se encontraban en un cuarto blanco con dos camas y una ventana sobre un mar de un blanco resplandeciente bajo un cielo azul intenso.

Las primeras veces, ambas se mostraban desconcertadas e intentaban comunicarse torpemente y con poco éxito. Poco a poco, no obstante, Eva logró comprender el nombre de la mujer (Marie-Helène Beauregard), su lugar de residencia (un pueblo llamado Métabetchouan-Lac-À-La-Croix, en Québec) y su profesión (maestra de escuela), y Marie-Helène pareció comprender a su vez los datos de Eva, notablemente más sencillos.

Eva tardó en comprender que aquél no era un sueño común, lo que se explica por la frecuencia con que al inicio se producía: rara vez soñaba con Marie-Helène dos veces en el mismo mes.

Así, cuando a los dieciséis años Eva Oria comenzó sus clases de francés, descubrió con pasmo que hablaba el idioma con razonable fluidez pese a no haberlo estudiado jamás.

Desde ese momento, Eva ganó seguridad en sus sueños y comenzó a forjar una peculiar relación de amistad con la maestra canadiense, teñida si se quiere de cierta rareza onírica inevitable dado el contexto. La habitación seguía invariable, el mar tan blanco y tan azul el cielo como las primeras veces, y las mismas dos camas donde se sentaban a conversar.

A los diecisiete años, los sueños ocurrían casi a diario, Eva ya hablaba un francés casi perfecto y las dos mujeres compartían confidencias. Marie-Helène enseñaba su idioma a Eva, y ella le contaba sus progresos con los chicos, algo de lo que Marie-Helène parecía disfrutar enormemente, aunque por razón de su prolongada soltería se sintiera incapaz de aconsejarla de forma fidedigna.

Finalmente, a los veintidós años de Eva, las mujeres acordaron encontrarse. Continuando con su breve tradición de palabras difíciles, Marie-Helène sugirió un pequeño hotel de montaña en una localidad irlandesa llamada Mooneennahasragh.

Eva Oria viajó sola hasta allí en tres jornadas agotadoras, combinando dos vuelos, un tren y dos autobuses. Llegó a primera hora de la tarde, con la niebla baja y espesa, y subió a la habitación a descansar y esperar la llegada de Marie-Helène.

Después de ocho años de sueños, no se sorprendió al abrir la puerta de la habitación blanca con dos camas en la que había mantenido tantas conversaciones en francés con su amiga. Sí sonrió para sus adentros, sin embargo, cuando se asomó a la ventana y descubrió que el mar blanco resplandeciente de sus sueños no era más que la niebla que cubría el valle a sus pies, lo que ciertamente dejaba el cielo sobre ella de un azul intenso.

Marie-Helène no vino. Eva esperó dos días y dos noches en la pequeña habitación blanca, leyendo y escuchando música, pero su amiga no apareció, ni en sueños ni mucho menos en persona.

Al fin, la niebla se disipó y Eva resolvió volver a casa, combinando dos autobuses, un tren y dos vuelos. Como sospechaba, nunca más volvió a soñar con la maestra canadiense.




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