12 octubre 2007

- invierno -

Una araña en el techo no es gran cosa, me dije, y enero en esta ciudad gélida es un mes inhóspito y solitario. Además, me insistí, se comerá a los mosquitos de invierno, si es que tal cosa existe. Un poco de compañía no me hará mal, concluí. De modo que, superando olímpicamente mi reconocida repugnancia ante insectos y arácnidos, la dejé vivir en su telita en la esquina del dormitorio, dos palmos por encima del póster de Invierno de Alfons Mucha.

Ignorante como soy de la etología de las arañas, desconozco las razones que pudieron motivarla a obrar como hizo. Pero en la soledad de mi dormitorio quise atribuirlo a una cierta gratitud por haber contenido mi disgusto y no haberla exterminado.

Tuve primera constancia de su obra en mitad de una de aquellas noches escandinavas, desvelado por el frío y el crepitar del cellizo contra la ventana. Encendí la luz, que consistía en una pobre bombilla amarilla y desnuda que colgaba obscenamente del techo, y un tejido delicado de plata se iluminó en la pared.

La araña había tejido su tela copiando exactamente el diseño invernal de Mucha, formando una magnífica red donde se apreciaban perfectamente el árbol y la figura femenina de mirada huidiza, y que se superponía al original pendiendo a una distancia de apenas unos centímetros.

Estupefacto, descolgué el póster con infinito cuidado de no tocar la tela, con la certeza de tener ante mí el telar más maravilloso y exquisito que jamás hubieran contemplado ojos humanos. Lo observé largamente hasta que amaneció, deleitándome en sus filigranas y admirándome de la elegancia de la obra.

Al día siguiente salí envuelto en mi trenca tres cuartos y volví a casa armado de una larga vara de madera y un póster del rosetón de la catedral de Notre Dame de París. Colgué el segundo en la pared vecina, y con la primera, una silla y cierta repugnancia trasladé a la artista a la esquina del techo sobre el nuevo póster.

La anticipación no me permitió dormir apenas; pero a la mañana siguiente la obra estaba completa: De mi segunda pared pendía una magnífica representación del rosetón, digna del mejor gótico francés.

Quise compartir mi hallazgo con alguien, pero desdichadamente no soy hombre dado a la conversación insulsa, hecho que desde mi llegada a la ciudad en cuestión demoró en varios meses cualquier conocimiento de los lugareños. Quise entonces fotografiar las dos obras maestras, pero la tela era tan fina que resultaba inapreciable para la lente.

Aquella tarde, al volver de mis quehaceres, descubrí con horror que la araña, motivada posiblemente por la misma libertad con la que había sido acogida, se había reproducido: Siete pequeños arácnidos correteaban impunemente por mi pared y sobre mis libros.

Donde otros habrían visto una excelente oportunidad de negocio, yo no pude ver más que un abuso de confianza. Armado de una pantufla y conteniendo el asco, exterminé a los siete hijos y a la orgullosa madre.

Las dos telas se fueron desmoronando hasta desaparecer. Nunca más he querido tener mascotas.



[Para Fiori Aldaña, Exterminadora de Arañas]
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