27 noviembre 2008

- gólem -

Cada mañana, a la luz mortecina de los descansillos, bajabas la escalera del edificio con pasos cargados, tu abrigo de invierno y esa mirada esquiva de tejón adormilado. Tu sombra serraba los peldaños, y yo salía tras de ti, de puntas los pies, desvelada por el hambre de verte, hechizada. Eras viejo y grande y gólem para mis diecisiete años, pero yo te anhelaba, un poco intrigada, un poco enamoriscada.

Te seguía entonces al metro, arrebujada y arrebolada por el frío, bailando tu sombra pesadota a la luz de las farolas de la madrugada. Y en el vagón me ocultaba de ti tras un periódico o bajo un codo, pequeñuja he sido siempre, pero te observaba.

Y tú, mirada de tejón huidizo, adormilado, gólem, escrutabas entre los viajeros. Tardé en adivinarte qué buscabas, pero al fin lo descubrí: entre los lectores tempraneros, los muchos que cargan sus librotes, localizabas a uno que comenzara la novela en ese instante preciso. Para ello te recorrías el vagón entero, apartando educadamente a la gente, y yo te seguía, tonta, encandilada, surcando los huecos que tu cuerpo osuno dejaba tras de sí.

Y cuando lo hallabas, te quedabas inmóvil, quieto quieto como gato que escruta, y tu mirada ya no era de tejón esquivo ni adormilada; era de lagarto y lobo y león. Y cuando el lector abría la cubierta, acariciaba la portada y la portadilla, se acomodaba en el asiento y tomaba aire... ¡cómo brillaban entonces tus ojos de tigre saciado, cómo afloraba tu sonrisa lobuna de depredador! Disfrutabas la ilusión del extraño sumergiéndose en un mundo nuevo, con cien o mil o cien mil páginas por volver para alejarse del vagón atestado y la vida pequeña, como si fueras tú quien aprehendía esas letras.

Por esos momentos te quise, y también por tu mirada de tejón, y por tu sombra de diplodocus que serraba la escalera de casa. Por lo viejo y lo grande y lo gólem te quise, y creo que en las huellas de sombra que al marchar dejaste en los peldaños te sigo queriendo, aun hoy que ya no te he de perseguir más.




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