10 febrero 2008

- hoz -

Nacido y criado entre cuchillos, los ojos destellados de chispas de metal, descendiente de una larga saga de afiladores, Ardalión Balcázar fue presa de una tenaz locura: quiso perfeccionar su arte hasta lo imposible.

Trabajó doce años en una hoja tan cortante que hasta el granito le semejase mantequilla. En su investigación empleó piedras traídas de Siria, donde las espadas eran tan afiladas que cortaban en dos un trozo de seda que cayera y tan resistentes que dividían la piedra sin esfuerzo; estudió árabe para leer los tratados antiguos de metalurgia; y utilizó el fuego y el carbón de maneras tan osadas que perdió todo el vello del cuerpo, hasta adquirir el aspecto de un demonio desollado.

Ardalión nunca dio a conocer la fórmula exacta de su filo, del que no existió más que una pieza con forma de hoz, que jamás confiaba a manos extrañas.

La hoja de la hoz no sólo partía sin esfuerzo cualquier material, sino que al hacerlo emitía una vibración sobrenatural que horrorizaba y maravillaba a quien la escuchase. Los físicos contemporáneos de Ardalión apuntaron a un fenómeno de resonancia entre la estructura del borde afilado y la vibración natural de la sustancia cortada.

Al comienzo Ardalión se contentó con exhibir su hoz en las plazas y las calles del país, sobrecogiendo a las gentes con los sonidos de las materias que cortaba; su imagen era entonces la de la Muerte, calvo, los ojos hundidos, envuelto en una capa y portando una hoz. Pero inevitablemente terminó por actuar en los teatros de toda Europa, en conciertos tanto más hermosos cuanto más valiosas eran las sustancias que cortaba.

Destruyó así, entre otros, todos los arcabuces del cuerpo de dragones de Brissac del siglo xvi, la colección completa de joyas del ducado de Berwick, cuatrocientos incunables del Museo Británico, doce frisos traídos de Atenas, y los mayores diamantes, zafiros, rubíes, turmalinas y ópalos negros de Europa.

Su exhibición fue calificada de "música de las esferas", y Ardalión, entonces comparado con Johann Sebastian Bach, actuó en los recién construidos Royal Albert Hall de Londres, Ópera Garnier de París y Wiener Staatsoper, y destruyó a su paso fortunas suficientes para construir un imperio, para deleite de la alta sociedad de su época, que graciosamente cedía sus pertenencias.

Con el cambio de siglo, Ardalión Balcázar fue arrestado bajo la acusación de daños irreparables a novecientos años de patrimonio artístico, con sentencia de horca al amanecer siguiente. Pero debido a que jamás había herido a nadie, la legislación vigente no preveía la necesidad de desproveerle de su hoz, de modo que fue ingenuamente encerrado en una prisión de piedra y metal de la Selva Negra alemana.

Aquella noche, los habitantes de la aldea vecina soñaron con una melodía vibrante e infernal que retorcía el alma; Ardalión Balcázar terminó por ser olvidado como una leyenda más.


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03 febrero 2008

- hongos -

Fue una extraña coincidencia la que reunió a Claudia Arabia Alatorre, joven maestra arrocera, con su antiguo profesor de Biología, Mateo Alatorre Arabia. Se encontraron por pura casualidad en la cola del Registro Civil, donde ambos aguardaban para cambiar el orden de sus apellidos, que también por azar compartían.

Las razones de cada uno para alterar de este modo su identidad no eran de la incumbencia del otro y no fueron desveladas, pero ambos coincidieron en lo extraordinario del suceso. Resolvieron celebrar el evento con una paella blanca con gambas rojas en casa de Claudia.

Durante la preparación del almuerzo compartieron algunos secretos incómodos aunque no vergonzantes: Claudia se encontraba en paro por su exceso de creatividad, y sin capital para establecerse por su cuenta; y Mateo había sido despedido por su inaceptable propensión a la risa a destiempo, y había acumulado una pequeña fortuna gracias a un ubérrimo cultivo de psilocybe cubensis en el trastero.

Saboreando el arroz pálido y las gambas encarnadas llegaron al acuerdo que se sabía inevitable: Abrirían una arrocería en la capital a la que llamarían "Risottada" en honor al plato estrella, que no habría de ser otro que un delicioso arroz arborio con pecorino fundido y setas, capaz de producir mágicamente cuatro horas de carcajadas a los comensales.

Arrendaron un teatro de marionetas desvencijado y con una cava de ladrillo al fondo de un callejón empedrado. Obtuvieron la licencia de restaurante y optaron por no alterar demasiado la decoración de la planta baja, a excepción de la instalación de una cocina amplia y limpia.

En la cava, por el contrario, situaron un comedor privado peculiar. Vaciaron veinte toneladas de arroz dorado de Carolina en el suelo, convirtiendo el lugar en una playa brillante, polvorienta y extremadamente seca. Los asientos eran sacos de arroz japónica negro, que al sentarse emitían un aroma deliciosamente picante, y la mesa un gran tablero tendido sobre las pilas de arroz del suelo, que había sido la puerta de un convento del siglo xvi. La música provenía de un viejo tocadiscos colgado de una pared, donde Mateo ponía discos antiquísimos y frecuentemente rayados.

Para evitar incómodas pesquisas legales, acordaron que la Risottada no constaría en la carta, y sólo se serviría en la cava, a clientes selectos y siempre bajo pedido. Claudia cocinaba arroces imaginativos y cambiaba la carta cada dos meses, y Mateo atendía las mesas e invitaba a sus antiguos compradores. En poco tiempo disfrutaban de una clientela fija ciertamente atípica.

El primer martes de cada mes reservaba la cava la Sociedad de la Última Cena, un grupo de suicidas que se despedían contándose las razones que les conducían inexorablemente a la muerte. Degustando una sabrosa Risottada regada con un excelente Rhebokskloof Shiraz sudafricano, llorando de risa y desespero, y con abrazos y buenas palabras prometían reencontrarse al día siguiente en el infierno. Pese a que la Sociedad era cliente habitual, curiosamente ningún miembro cenaba dos veces en la cava.

El segundo jueves de cada trimestre, un extravagante grupo de millonarios ciegos, sordos y mudos alquilaba la cava para practicar un juego bizarro llamado Zambullida. Hacían que Claudia y Mateo enterrasen treinta y seis diamantes de seis quilates, color blanco excepcional y sin defectos entre el arroz y apagasen las luces. Tras la cena, que se celebraba en la oscuridad, apartaban el tablero que hacía de mesa y se sumergían ebrios, delirantes y entre carcajadas a buscar los diamantes. El equipo ganador era invariablemente el de los ciegos.

Pero los primeros lunes de cada semestre, la arrocería cerraba sus puertas para festejar un evento privado: Claudia Alatorre Arabia y Mateo Arabia Alatorre pinchaban un viejo disco de música india en la cava y calladamente paladeaban una Risottada recordando su afortunado reencuentro.

Después de la cena, Claudia y Mateo se revolcaban por sobre el arroz, agarrándose el vientre y riéndose del mundo.


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