04 mayo 2016

- arqueólogo -

Jugábamos al arqueólogo, a veces, al arder la tarde. Se tendía entre los cartapacios mientras yo apilaba papeles, paleaba legajos y separaba panfleto de librote. Setecientos años de ciencia, setenta años de polvo, siete días para vaciarlo todo antes de que la renta no antigua, prehistórica, venciese por defunción.

El polvo que yo levantaba la cubría de una película mortecina, y ella quedaba inmóvil, y la luz rabiosa que agostaba las persianas trazaba rejas de fuego en el aire quieto. Parecía entonces un hallazgo milenario, la estatua que de niña jugaba a ser, cuando creía que el mundo no la descuidaría si se volvía de piedra o sal.

Yo tomaba las brochas de su padre e iba retirando cuidadosamente, con ceremonia, la delgada capa de polvo de sus pómulos, su cuello, su frente, descubriendo la piel dorada y pecosa, mientras murmuraba ooohs y aaahs de pasmo ante el hallazgo. Ella hacía por no reír, pero las lágrimas le excavaban surcos en las sienes, acá el Tigris, allá el Jordán.

Nos habíamos separado diez años antes, y hacía ocho que no nos veíamos; pero cuando me llamó y me dijo mi padre ha muerto, supe a qué me quería. De tan erudito, su casa era un museo decrépito, un vestigio de tiempos antediluvianos que había que despejar.

Fue tan sólo una semana de agosto, siete días de sudor polvoriento. Apenas hablábamos. Nos mirábamos de soslayo, recordándonos.

Y a veces, al arder la tarde, jugábamos al arqueólogo.



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