22 noviembre 2011

- el mundo termina en la cebra -

Hay veces de silencio: la calle calla y los muros enmudecen, y los pensamientos atruenan entonces, aunque casi nadie queda despierto para pensarlos. Quizá esa es la razón de la siesta: huir de la opresión de las horas que le sobran al día, meciéndose uno en sueños amables.

La siesta en el callejón es inmensa y de plomo, pero Libio no quiere dormirla. Nunca ha querido, porque en su breve día de hallazgos faltan las horas, y solo la dormiría para continuar un sueño que la mañana zanjó demasiado pronto. Prefiere escabullirse y jugar en el mundo.

Y el mundo termina en la cebra. Su mundo, claro está; de sobra sabe que más allá hay otro, hecho de calles de nube, árboles de piedra y coches de trapo, pero no lo anhela, o no quiere anhelarlo. Con el territorio del callejón y los millones de ideas en la forja incansable de su imaginación vive satisfecho Libio, vuestro pequeño Libio, el hijo del titiritero.

Madre Cuerda solo le permite moverse por el callejón, y allí dentro es libre Libio de jugar sin reservas. Puede salir hasta el paso de cebra donde comienza el callejón, pero ni un paso más. Ese es el trato entre Madre Cuerda y el niño, y él lo respeta escrupulosamente. Por eso ha imaginado una solemne cebra que se yergue a la salida del pasadizo, a la que se trepan las rayas desde el suelo y que es, en realidad, la frontera de su mundo. Y en el lenguaje de los pensamientos de Libio, que no es siempre fácil de entender, cabalgar la cebra o montar a sus lomos significa venir del mundo que está más allá, el de las calles de trapo, árboles de nube y coches de piedra.

Son jinetes de la cebra, por ejemplo, los clientes de los tres establecimientos del callejón, incluida la tienda de marionetas que al fondo cierra el pasadizo, donde viven Libio y su madre Cuerda. Y es un destacado centauro de cebra el señor cartero, que puntualmente trae noticias de Padre Viaje, y en su carricoche cebruno se lleva los cajones de marionetas que Madre Cuerda prepara para que Padre Viaje pueda continuar su interminada gira artística por los países y las ciudades.

A alguien quizá parecería, contado así, que el mundo de Libio es irreal y pequeño, apenas tres paredes altísimas con sus tres comercios y algunas salidas de humos, una maraña-telaraña de cuerdas de tender desguarnecidas allá arriba, siestas espesas y silenciosas, y solo cien toneladas de imaginación del hijo de un titiritero para evadirse de una prisión así pensada. ¡Nada más equivocado! Su mundo termina en la cebra, cierto, pero continúa dentro de él, hacia profundidades secretas y laberínticas, que lejos de ser una cárcel son un mundo más vasto y abundante que el del otro lado de la cebra, ese de calles de piedra, árboles de trapo y coches de nube.

Los jinetes que entran al callejón pueden creer que son libres y viven el mundo real, pero si lo pensaran se sabrían más encarcelados que el pequeño Libio, cuyo mundo es de cierto inmenso y muy real, por más que en apariencia termine donde impasible se alza una cebra.