21 octubre 2007

- sin sandalias -

Fue un verano sin sandalias, tanto anduvieron los bosques frondosos, los arrabales boscosos y las orillas embarradas de los lagos del este de Europa. Gustaban los tres viajeros de recorrer en tren los paisajes, un poco por el traqueteo adormecedor, un algo por encono a los aeropuertos, y otro tanto por la melancolía dulzona de las estaciones viejas.

Andere Baldenegro, Mario Azpe e Irène Armagnac nunca se conocieron, nadie los presentó, jamás se estrecharon la mano. Simplemente se fueron encontrando por las estaciones de Europa, en los vagones o las cafeterías o las colas de las ventanillas, y del hábito de verse y las frases distraídamente cambiadas fueron deslizándose a los trayectos compartidos en parte, y de allí al verano sin sandalias.

No sería cierto decir que la evolución de su relación fue imperceptible: El cuaderno de viajes de Mario guarda registro de cada frase casual cambiada con sus compañeras de itinerario, los dibujos velozmente bosquejados de Andere están repletos de flechas que insistentemente apuntan a los viajeros tantas veces reencontrados, y la memoria prodigiosa de Irène es sin duda el mejor registro de los tres.

El verano sin sandalias fue, sí, una decisión largamente planeada que tomaron en torno a un helado en San Remo. Irène habló de una curiosidad largamente fraguada por los magiares, Andere extrajo de su mochila un libro de viajes de la Hungría del siglo xix y Mario deletreó un lugar llamado Hódmezôvásárhely como punto de partida. Acordaron descubrir cuánto del libro seguía siendo cierto.

De los extensos detalles del viaje, que se pueden consultar en los papeles de Mario Azpe (ilustrados por Andere Baldenegro), o bien preguntando a Irène Armagnac, cuyo último paradero conocido es un carguero que navega por el Océano Índico de Tamatave a Colombo, sólo es intención de esta crónica citar algunos extractos del diario de Mario:

El tren se ha detenido esta tarde por avería cerca de un apeadero al borde de un río tan rojo de óxido de hierro que bien parecía el Flegetonte. Andere e Irène se han desnudado y zambullido inmediatamente, para regocijo de los escasos pasajeros y escándalo de sus esposas, y al salir brillaban con un rojo metálico. Nuestra ignorancia del idioma no nos ha permitido comprender la razón, pero sospechamos que río arriba desescombraba una mina de magnetita: Irène y Andere se quedaban pegadas cada vez que se acercaban. ¡Ha sido cómico verlas jugar con su magnetismo hasta que se han podido duchar! Una tarde inolvidable. Andere ha hecho un dibujo de las dos.

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13 octubre 2007

- declive -

No lo tomes como si los tanques rodasen las calles, tumbando los árboles y demás, pero sí es cierto que tus palabras se me han vuelto de madera. Las tardes que hemos compartido en el balcón, las piernas colgando entre las rejas, los pies al sol, me son esquirlas. Y aunque juro que nunca he fingido un orgasmo, recientemente se me hacen como nubes impermeables.

¿Comprendes?, me dijo.

Sí, contesté. Pero mentí.


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12 octubre 2007

- invierno -

Una araña en el techo no es gran cosa, me dije, y enero en esta ciudad gélida es un mes inhóspito y solitario. Además, me insistí, se comerá a los mosquitos de invierno, si es que tal cosa existe. Un poco de compañía no me hará mal, concluí. De modo que, superando olímpicamente mi reconocida repugnancia ante insectos y arácnidos, la dejé vivir en su telita en la esquina del dormitorio, dos palmos por encima del póster de Invierno de Alfons Mucha.

Ignorante como soy de la etología de las arañas, desconozco las razones que pudieron motivarla a obrar como hizo. Pero en la soledad de mi dormitorio quise atribuirlo a una cierta gratitud por haber contenido mi disgusto y no haberla exterminado.

Tuve primera constancia de su obra en mitad de una de aquellas noches escandinavas, desvelado por el frío y el crepitar del cellizo contra la ventana. Encendí la luz, que consistía en una pobre bombilla amarilla y desnuda que colgaba obscenamente del techo, y un tejido delicado de plata se iluminó en la pared.

La araña había tejido su tela copiando exactamente el diseño invernal de Mucha, formando una magnífica red donde se apreciaban perfectamente el árbol y la figura femenina de mirada huidiza, y que se superponía al original pendiendo a una distancia de apenas unos centímetros.

Estupefacto, descolgué el póster con infinito cuidado de no tocar la tela, con la certeza de tener ante mí el telar más maravilloso y exquisito que jamás hubieran contemplado ojos humanos. Lo observé largamente hasta que amaneció, deleitándome en sus filigranas y admirándome de la elegancia de la obra.

Al día siguiente salí envuelto en mi trenca tres cuartos y volví a casa armado de una larga vara de madera y un póster del rosetón de la catedral de Notre Dame de París. Colgué el segundo en la pared vecina, y con la primera, una silla y cierta repugnancia trasladé a la artista a la esquina del techo sobre el nuevo póster.

La anticipación no me permitió dormir apenas; pero a la mañana siguiente la obra estaba completa: De mi segunda pared pendía una magnífica representación del rosetón, digna del mejor gótico francés.

Quise compartir mi hallazgo con alguien, pero desdichadamente no soy hombre dado a la conversación insulsa, hecho que desde mi llegada a la ciudad en cuestión demoró en varios meses cualquier conocimiento de los lugareños. Quise entonces fotografiar las dos obras maestras, pero la tela era tan fina que resultaba inapreciable para la lente.

Aquella tarde, al volver de mis quehaceres, descubrí con horror que la araña, motivada posiblemente por la misma libertad con la que había sido acogida, se había reproducido: Siete pequeños arácnidos correteaban impunemente por mi pared y sobre mis libros.

Donde otros habrían visto una excelente oportunidad de negocio, yo no pude ver más que un abuso de confianza. Armado de una pantufla y conteniendo el asco, exterminé a los siete hijos y a la orgullosa madre.

Las dos telas se fueron desmoronando hasta desaparecer. Nunca más he querido tener mascotas.



[Para Fiori Aldaña, Exterminadora de Arañas]
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