04 mayo 2016

- enyedrados -

En las noches rasas de agosto, abrasada de rabia, Isabella equiparaba a fauces la ventana de su vecina y amiga Eris.

A aquella abertura oval en el muro del palacete de Ludovisi esquina Cadore, enmarcada de yedra humedecida que reptaba arriba como anhelante, trepaban desesperados los jóvenes romanos, jadeando por los favores de Eris. Escalar la yedra sinuosa era el último desafío que emprendían, ávidos de la compañía de la italiana, tras salvar los muros del palacio, los perros dogos y los lacayos custodios de aquella olvidada virtud.

E Isabella, apenas un año mayor que su amiga, contemplaba a solas el denuedo de los amantes desde su ventana de madera quebradiza del otro lado de via Cadore, con el insomnio de la noche agostada.

Con la mirada lastimera recorría su propio terreno, requemado y deseco, preguntándose por qué habría Eris de gozar de la exuberancia ubérrima de aquel jardín, por qué los hombres morían enyedrados bregando por infiltrarse en su ventana; y por qué, mientras, en su propio jardín no brotaba un mal yerbajo, y no había cadetes franqueando su bajo pretil.

Es de justicia reconocer que no era Isabella menos sutil, menos armoniosa en sus rasgos o más villana que su amiga Eris. La sombra de sus caderas se curvaba sobre el pavimento como la de aquella, su mirada no era menos garza que bruna la de Eris, no era menos flexible su pisada al caminar.

¿Por qué, entonces, no habría Isabella de merecer tan húmedo un jardín vestido de rondadores?

La noche, acodada en su poyo, del treinta y uno de agosto, la visión de las fauces quedó eclipsada por un sombrero gastado que bajaba via Cadore; bajo el sombrero, una pareja de ojos como rescoldos turbios por la ceniza de los años; bajo los ojos, nariz sefardita; más bajo, traje cruzado de otro tiempo, bastón de caña de Indias y marcha ágil de paseante vivaz.

En un italiano impecable de eses deslizantes, el caminante se presentó como Samuel y averiguó el nombre de Isabella. Fue patente cómo Samuel siguió su mirada hasta la ventana húmeda de Eris, y el corazón de ella se anudó con lazada triple cuando captó que el desprecio y la compasión del judío no eran para su pequeño jardín seco, sino para la exuberancia voluptuosa del palacio y su ocupante.

Isabella comprendió en un instante que lo que había tomado por vergel no era más que follaje desaseado, que los amantes temerarios que escalaban la yedra eran apenas cucarachas que se arrastraban pared arriba a saciarse en la poza caliente.

Samuel no saltó una tapia ni escaló un muro. Entró por la puerta, descubriéndose y acercando la mano de Isabella a sus labios con deferencia. Conversó con ella sobre lagunas transparentes, arroyos de cristal y cataratas de aguas tan argentinas que espejeaban reflejando todas las verdades de la creación. Habló sobre los pétalos, las alas de las mariposas, la carne dulce de la uva mediterránea y el aroma tenue de la corteza del nogal.

El cuerpo de Isabella - laguna, arroyo, catarata, pétalo, ala de mariposa, carne de uva, aroma de nogal - despidió a Samuel con la aurora.

Y al abrir los postigos de la mañana, Isabella contempló, sonriente y complacida, la orquídea anaranjada que había brotado en su jardín durante la noche y se abría tímidamente ante su ventana.



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