- gólem -
Cada mañana, a la luz mortecina de los descansillos, bajabas la escalera del edificio con pasos cargados, tu abrigo de invierno y esa mirada esquiva de tejón adormilado. Tu sombra serraba los peldaños, y yo salía tras de ti, de puntas los pies, desvelada por el hambre de verte, hechizada. Eras viejo y grande y gólem para mis diecisiete años, pero yo te anhelaba, un poco intrigada, un poco enamoriscada.
Te seguía entonces al metro, arrebujada y arrebolada por el frío, bailando tu sombra pesadota a la luz de las farolas de la madrugada. Y en el vagón me ocultaba de ti tras un periódico o bajo un codo, pequeñuja he sido siempre, pero te observaba.

Y tú, mirada de tejón huidizo, adormilado, gólem, escrutabas entre los viajeros. Tardé en adivinarte qué buscabas, pero al fin lo descubrí: entre los lectores tempraneros, los muchos que cargan sus librotes, localizabas a uno que comenzara la novela en ese instante preciso. Para ello te recorrías el vagón entero, apartando educadamente a la gente, y yo te seguía, tonta, encandilada, surcando los huecos que tu cuerpo osuno dejaba tras de sí.
Y cuando lo hallabas, te quedabas inmóvil, quieto quieto como gato que escruta, y tu mirada ya no era de tejón esquivo ni adormilada; era de lagarto y lobo y león. Y cuando el lector abría la cubierta, acariciaba la portada y la portadilla, se acomodaba en el asiento y tomaba aire... ¡cómo brillaban entonces tus ojos de tigre saciado, cómo afloraba tu sonrisa lobuna de depredador! Disfrutabas la ilusión del extraño sumergiéndose en un mundo nuevo, con cien o mil o cien mil páginas por volver para alejarse del vagón atestado y la vida pequeña, como si fueras tú quien aprehendía esas letras.
Por esos momentos te quise, y también por tu mirada de tejón, y por tu sombra de diplodocus que serraba la escalera de casa. Por lo viejo y lo grande y lo gólem te quise, y creo que en las huellas de sombra que al marchar dejaste en los peldaños te sigo queriendo, aun hoy que ya no te he de perseguir más.
Te seguía entonces al metro, arrebujada y arrebolada por el frío, bailando tu sombra pesadota a la luz de las farolas de la madrugada. Y en el vagón me ocultaba de ti tras un periódico o bajo un codo, pequeñuja he sido siempre, pero te observaba.

Y tú, mirada de tejón huidizo, adormilado, gólem, escrutabas entre los viajeros. Tardé en adivinarte qué buscabas, pero al fin lo descubrí: entre los lectores tempraneros, los muchos que cargan sus librotes, localizabas a uno que comenzara la novela en ese instante preciso. Para ello te recorrías el vagón entero, apartando educadamente a la gente, y yo te seguía, tonta, encandilada, surcando los huecos que tu cuerpo osuno dejaba tras de sí.
Y cuando lo hallabas, te quedabas inmóvil, quieto quieto como gato que escruta, y tu mirada ya no era de tejón esquivo ni adormilada; era de lagarto y lobo y león. Y cuando el lector abría la cubierta, acariciaba la portada y la portadilla, se acomodaba en el asiento y tomaba aire... ¡cómo brillaban entonces tus ojos de tigre saciado, cómo afloraba tu sonrisa lobuna de depredador! Disfrutabas la ilusión del extraño sumergiéndose en un mundo nuevo, con cien o mil o cien mil páginas por volver para alejarse del vagón atestado y la vida pequeña, como si fueras tú quien aprehendía esas letras.
Por esos momentos te quise, y también por tu mirada de tejón, y por tu sombra de diplodocus que serraba la escalera de casa. Por lo viejo y lo grande y lo gólem te quise, y creo que en las huellas de sombra que al marchar dejaste en los peldaños te sigo queriendo, aun hoy que ya no te he de perseguir más.
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