25 octubre 2009

- trépame -

Este es el árbol sufrido, el que se ha visto salvajemente mutilado enero tras enero, solo para resurgir de sus amputaciones, olímpico, triunfante, impar. Este es el sauce que no solloza, el que no se conduele ni se aflige ni suspira. El sauce.

Y esta es Carolina, la que sonríe sin hambre, la propietaria de días largos de lasitud y cortas noches de gana, a cuyo corazón nunca le ha faltado un pedazo, o quizá nunca ha dejado de escasearle. Esta, Carolina, la adolescente tardía que ya se harta de no apartarse nunca junto al camino, la que de siete a nueve no espera junto a la escalera, la que sospecha que en silencio ya darán las diez y las once y las doce de su vida, que no habrá tibia mañana ni le pasearán torbellinos por sus venas, que no dividirá la tarea ni la marea tendrá bajo su celo, ni irá a los zaguanes ni a las plazuelas ni a maldito el sitio a andar y andar. Carolina.

Y Carolina recorre el tronco viejo del sauce con sus dedos que se dirían airosos o huesudos, o hechos para el requinto. Tamborilea la corteza, la tañe, la pulsa sabiendo como dos es dos que no le ganará un sonido. Perdida la perspectiva, anulada y sin saber ya qué hacerle, se para exhausta y contempla de cerca la piel del dios cansado.

Pero entonces, portento o delirio, tanto da, la visión se le aclara y de a pocos va descifrando, una por una por una, las siete letras que el sauce le muestra en su corteza reseca. Como quien descubre un pez en las vetas del suelo o en la humedad del yeso un dragón, sabe bien Carolina que siempre han estado ahí, o que no están de cierto; ¿pero debería importar, sería menos cardinal el mensaje que el viejo sauce le dicta?

Escribe el sauce: Trépame. Y lee Carolina: Trépame, en grafía de árbol, con su tilde y su caja alta y leñosa de viejo.

Y trepa Carolina, cuyos brazos no ceñirían el tronco ni si dobles fueran, salta y repta y se encumbra como embrujada, trepa, las fuerzas imposibles fraguadas en la raíz del sauce, araña y busca surcos y oquedades, trepa, trepa, sus muslos se tensan y amasan la piel del árbol, espolean el penco de madera sus talones desnudos, se hieren y despellejan, trepa, roza su vientre con el mástil descomunal y en él se rasga las velas, trepa Carolina y alcanza al fin las ramas altas.

Muy arriba y muy dentro, envuelta por los látigos del viejo, puede por fin Carolina escuchar la canción del árbol, y el anciano puede llorarle al fin sus lástimas. Le murmura el sauce los secretos de los árboles, lo que barruntan y no revelan jamás.

Saben ellos, los árboles, o al menos sabe este sauce abuelo todo lo que en el mundo pudo haber sido. Es el sabio del condicional compuesto y del pretérito anterior. En cada resolución donde algo se ganó y tanto se perdió, el árbol distingue qué pudo haberse obtenido y qué no se habría malgastado de haber tomado la otra opción. Como sus ramas se bifurcan, así su inteligencia conoce cómo los caminos se separan y divergen, y adónde conducen, y en qué hojas vivas o tocones muertos concluyen.

Carolina conversa largo con el sauce. Él desahoga su congoja agitando sus varas y suspirándolas, y ella aprende el pasado que no es suyo porque no fue.

Cuando desciende, Carolina derrama jugo de árbol y destila resina, sus vestidos son harapos y trae el cuerpo lacerado y trazado de llagas. Lo que el árbol fecundó en ella tardará en sanar, gestarse y aflorar. El sauce le infundió savia, la infundió sabia.

En adelante, no tendrá quizá más hambre su sonrisa ni será menos mustia su perspectiva. Otros tendremos risueños los días y daremos pasos indolentes y hablaremos de fugas de islas. Pero tomaremos el desvío del ignorante y no sabremos jamás cuánto pudimos haber saboreado. Carolina, nunca.
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