03 agosto 2006

- la noche del abanico -

Merodeando imantado con CC, la noche se tiñó de luz y turquesa. Pero si ninguna noche es una noche más, y si lo casual no tiene en realidad nada de azaroso, el precioso abanico de madera que compró en el trayecto tuvo que tener un propósito, un significado.

Algo había cambiado en ella desde la última vez. Me encontré observándola al tiempo que decía cualquier cosa, intentando ganar tiempo para pensar. Algo nuevo en su mirada, una luz, un brillo antes ausente. Algo nuevo en su figura, delgada, sensualmente deseable bajo la blusa cruzada. Algo, definitivamente, en su actitud, su cadencia, el ritmo de su voz, la elección de las palabras.

Se trataba de un acertijo, un rompecabezas. ¿Era la misma CC consciente de la solución, siquiera de la presencia del enigma que me planteaba?

Me rompí el cráneo buscando las pistas, analizándola, sintetizándola, indagándola. La madrugada se cernía sin que lograse descifrarla.

Al fin, bendito subconsciente traidor, di con la clave. Había estado observando las manifestaciones usuales del lenguaje no verbal: el parpadeo, el nerviosismo, el pulso palpitando en el cuello, el temblor en la voz. Pero CC es hábil, y supo ocultar o desviar estas muestras, porque era consciente de ellas. Gobernaba la situación, mostraba exactamente cuanto quería mostrar.

Y no obstante, llevaba toda la noche enviándome señales inconscientes, ocultas aunque cien veces más llamativas... con su abanico de madera. Caí en la cuenta de que el lenguaje de los abanicos bien podría ser la formalización de quinientos años de coqueteos judeocristianos, tan subconsciente, tan grabado en nuestros genes que quien no lo conociera podría verse traicionado.

Casi amaneciendo, me dispuse a investigar la hipótesis. Cambié bruscamente el tono, bajé la voz, me acerqué a su oído y murmuré: "¿A qué distancia podría hablarte sin que te sintieras incómoda?". No se mostró nerviosa, por supuesto... pero cambió el abanico a la mano derecha.

Agitado por mi descubrimiento, me despedí de ella tras observar con secreta satisfacción cómo abría despacio el abanico y se abanicaba deprisa.

"Muy bien", me dije. "Soy un hombre paciente".


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