16 julio 2006

- por qué no se abren los ataúdes -

He aquí una cosa que no hacer un sábado por la noche: Quedarse en casa a rebuscar en las viejas cajas de correspondencia amorosa, escuchando a, digamos, Emiliana Torrini.

¿Saben? Lo más aterrador no son las cartas, ni las poesías o los cuentos que le escribieron a uno.

Lo que punza el alma hasta el dolor no es encontrar boca abajo unos pedazos de papel cortados irregularmente, a mano, y fruncir el ceño y tragar saliva, y preguntarse si darles la vuelta para

- descubrir -

- anotaciones olvidadas -
- declaraciones apresuradas de un amor tan vehemente que no podía esperar -
- poemas adolescentes hilados en el metro -
- apodos que, aun no olvidados, hace doce años que ningunos labios pronuncian -
No. Lo que de verdad paraliza el pulso, detiene el aliento y hasta el parpadeo son los pequeños objetos insignificantes que se alojaron en la caja, casi accidentalmente:

La goma que sujetaba un grueso fajo de cartas de Dijon a Angers, podrida, rígida, partida en dos: un fragmento seco adherido a la primera carta, el otro incrustado en la última.

Una pulsera de plata con un nombre en un lado y una fecha en el otro.

Carbonilla desprendida de los bordes quemados de las primeras cartas.

El folleto de instrucciones de la primera caja de preservativos, comprada con bochorno a una farmacéutica escandalizada.

O una lista manuscrita, que por demasiado íntima excusarán que detalle.

Ahora comprendo por qué no se abren los ataúdes. Buenas noches.



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