05 julio 2006

- guijarros blancos -

La noche de ayer, diligente y regular, se había deslizado ya hasta un epílogo temprano, grata, salpicada de vino, confesiones y alguna fotografía. Ya en los jardines de la casa, educadamente me consultó si no me perturbaría que llamase a su amante. No quise dejar a una señorita sola en los arrabales de la noche isleña, de modo que aguardé por el jardín.

En un parterre, una miríada de piedrecitas de cuarzo blanco centelleaban. Comencé a componer figuras con ellas, escogiéndolas con cuidado por su tamaño y forma. Una hilera. Una persona. Una espiral. Una braquistócrona (¿una braquistócrona?).

Tomé entonces uno de los guijarros, escogí mentalmente unas baldosas del suelo y comencé a jugar a rayuela, torpe por el vino, mientras de fondo me llegaba el ronroneo y las risas ocasionales de la conversación telefónica. Recordé el libro de Cortázar, que para mi vergüenza no he sido capaz de leer porque me hace daño y siempre lo tengo que dejar a las pocas páginas. Intenté evocar alguna canción infantil para el juego, pero todas volaron hace mucho de mi memoria, de modo que jugué en silencio, uno, dos, e, tres, pi, cuatro, cinco.

La noche era cálida. Ella volvió con la sonrisa ilusionada, ese gesto algo lejano y dulzón de la embriaguez de amante, de deseo saciado, de amor que apenas comienza.

Me alegré por ella, sentí envidia.



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