10 julio 2006

- mai mai -

Por razones complicadas de explicar, me vi esta mañana compuesto y sin coche, y con la necesidad de volver a Madrid desde la sierra baja, concretamente el pantano de San Juan. El autobús de línea tardaba y tardaba, de modo que me decidí, quizá más por curiosidad que por sentido práctico, a levantar el dedo y ver qué ocurría.

Pararon. Paró, de hecho, un autobús urbano desvencijado, inverosímil, conducido por un tipo de pelos largos y poblado por cinco indígenas más, que se encontraban en trance de atravesar la península de oeste a este por razones que ignoro. No fui capaz de retener sus nombres, sí sus procedencias: República Checa, Australia, Argentina y Holanda.

Una sensación extraña, ir sentado en un autobús con media docena de viajeros disparatados, la mitad de ellos dormidos, adormilados o algo peor; al poco, la argentina se sentó a mi lado y entabló conversación.

Tenía el pelo largo, nigérrimo, enredadísimo y probablemente sucísimo. Los ojos eran igualmente brunos, y me miraban con aire vagamente demencial. El acento, resbaladizo, de hechicera y de mentirosa. Me sentí cómodo al instante.

Los demás apenas escuchaban; dedicamos el viaje a fingir ser novios que se declaraban. Me habló con aliento viejo. Me tocó la cara. Me miró con esos ojos prosaicos, me pellizcó los labios. Creo que se divirtió cosa mala a mi costa.

Después de jurarnos amor eterno le pregunté si me sería fiel. "¡Ah, eso nunca!", contestó, y me mordió suavemente los dedos, sin bajar la mirada.

Llegábamos ya a Príncipe Pío. Salté del autobús y me metí en el Metro, pensando que...

... pensando que por una mujer así puede uno recorrer medio planeta preguntando en todos los estancos. O matar a la propia madre para echar su corazón a los perros.

¿No han encontrado nunca a nadie así?



[Foto: Halaman Muka]