- blanco y azul -
Llego del sur. No quiero aburrirles con detalladas explicaciones de mis 1800 kilómetros de viaje bajo el sol peninsular; les daré, por tanto, sólo dos pinceladas.
La cena fue inesperadamente grata, con mi venerada hermana, un matrimonio y el hermano de ella, y cuatro años de pequeña A entusiasmada con la atención, enseñándonos sus acuarelas y correteando, una lagartija rubia y bilingüe. En la terraza del piso malagueño brindamos casi cuatro horas con Campari, vino portugués y anís, acompañados de dos deliciosas recetas estivales.
Ocho años más que yo, una hija de cuatro años, la felicidad en el rostro, Wittgenstein sobre la mesilla. No guapa, pero indudablemente atrayente, cautivadora. Una mujer con la que pasar dos vidas.
¿Qué puente furtivo se tendió entre sus ojos glaucos y los míos? Había algo, lo percibí, pero me aterroriza pensarlo... Es dolorosamente seductor. Un pensamiento nocivo. Atroz. Irresistible.
Supe que al día siguiente tuvo resaca, y sentí ternura por ella. No he vuelto a verla, no volveré a verla. No nos dejes caer en la tentación, sentido común, y líbranos de hacer sandeces.
Trescientos kilómetros después, el sol caníbal se derrama y deslumbra en las paredes encaladas de Agua Amarga. A la sombra de los cañizos, puertas y ventanas de un azul egeo, mesas dispersas, algunos extranjeros. Más allá, barcas de pescadores.
Las italianas de la tienda se quejan del complejo turístico que se construirá en breve, mayor que el propio pueblo. Desde un bungalow llegan voces en francés. Maniobrando sobre una lancha, una andaluza de bikini verde ultima los preparativos e impreca a su torpe novio para que suba. Una chica desesperada habla por el teléfono móvil, objetando repetidamente a celos ajenos que ella se acuesta con quien quiere.
Y esto es absolutamente todo lo que ocurre. Son las once de la mañana, Agua Amarga está casi inmóvil, la actividad apenas comienza.
Es verano. El mundo es azul y blanco. Soy feliz.
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