- la tienda de máscaras -
Es como entrar en el infierno: La penumbra, el calor asfixiante, los rostros deformados contemplándome desde las paredes. Decenas, centenares, miles de máscaras de colores, rostros deformes, narices ganchudas, muecas horrendas. Y en hilos cayendo del techo, títeres, polichinelas, marionetas para embrujar o aterrorizar.
Permanecer allí es imposible; el sofoco es insoportable, el aire opresivo y estanco. Y no obstante, no puedo dar un paso hacia la puerta. Sólo giro, observando cada rostro una y otra vez, dejándome hipnotizar por la pesadilla, sudoroso, pálido.
Y en la mesita del rincón, apenas visible entre el bosque de marionetas, la pintora de máscaras levanta la vista con indolencia, me ojea, y sin decir palabra vuelve al trabajo. Está decorando un rostro blanco con trazos rojizos e intermitentes.
Deliro: La veo, encaramada sobre su amante como una araña sobre su presa, pincelando despacio su piel, torturando su deseo a fuego lento; pinta en su cuerpo un mosaico anárquico de rostros desencajados, ojos cerrados, manos sin dedos, lunas nuevas. Inmóvil y al borde de la locura, su amante gime débilmente, la mirada incendiada, los músculos endurecidos y en tensión.
Al borde del desvanecimiento, dedico una mirada salvaje a la pintora de máscaras. Me mira divertida, sonríe... y al bajar la vista murmura: "Adeu".
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